Por ese entonces aún no conocía a
quienes serían sus amigos de la adolescencia y gran parte de su juventud: Koki,
Edgar y Chachi. De ellos, dos terminarían en el servicio militar por voluntad
propia y dolor de sus padres. Servir a la patria en esos días era terrible pues
podías ir al servicio y no se sabía si volverías o no.
Esa madrugada los militares nos
hicieron ver el poder que tenían con el fusil y las botas, unos días atrás, los
terroristas nos mostraban su poder con la ejecución de un ladrón. Estábamos en
medio de dos fuegos y cualquier cosa nos podía pasar. Unas veces para bien
otras veces para mal, muchas veces para la incertidumbre. Era difícil dormir
así.
En mil novecientos ochenta y ocho
cualquier cosa podía pasar. En el asentamiento humano 10 de octubre, lugar
donde vivían Andrea y sus hijos contar con los servicios básicos era un lujo.
Para tener agua se debía contar con baldes, tinas, cilindros y correr tras la cisterna
que distribuía agua a precio de oro. Bañarse era un lujo que se cumplía con un
balde y una jarra para echar agua al cuerpo. La ducha era un accesorio de la
televisión. La electricidad se traía de manera clandestina desde la avenida
Wisse, a través de cables colocados en postes de eucalipto y algunos metros
antes de llegar a la avenida, se enterraban para evitar que los descubran. Los
más avezados tomaban los alicates y pelaban los cables de alta tensión,
colocaban los cables que venían desde las casas y colocaban un par de mechas
para soltar la luz. Los vecinos debían hacer guardia pues los ladrones se
llevaban los cables sin ningún remordimiento. A veces pasaban los compañeros y
los hacían formar y gritar vivas al presidente Gonzalo. A veces pasaban los
cachacos y los confundían con terrucos al punto que se llevaban a algunos o les
hacían pasar un mal rato con insultos y ejercicios inhumanos.
Ese fue el año de la híper
inflación. Fue el año de las grandes colas y la escasez de alimentos, el año de
los saqueos y asaltos a los mercados de abastos. Ese fue el año en que Johni, Jimy y Enrique
iban hasta el grifo Bayóvar a conseguir kerosene. Iban en un coche para jalar
los galones que debían llevar hasta la casa. Sólo ellos saben las veces que
rodaron por la calle por ir distraídos o las veces que bajaron hasta el grifo
para encontrarlo cerrado.
Se hizo habitual escuchar una
explosión, ver los chispazos que fulguraban en el cielo, el consecuente apagón
y tinieblas acompañado de los ladridos incesantes y tétricos de los perros. Era
una combinación de llanto y gemido canino que auguraba una noche oscura y
complicada. Ya no resultaba extraño ver a los militares llegar en camiones y
bajar dando gritos, rastrillar sus armas, patear puertas, detener a personas
que veías todos los días y considerabas tus vecinos y de repente estaban
subiendo a empellones a los camiones militares con propaganda subversiva, armas,
trapos rojos, una veces callados y resignados, otras veces gritando y
desagarrando el alma de los que observaban la escena.
Algunas veces las columnas subversivas
pasaban de madrugada por el asentamiento humano, otras veces, a plena luz del
día, se trasladaban entre los cerros que rodeaban la zona. Los veías en grupos
de 20 o 30 personas, con ropas oscuras, algunos con pañoletas rojas, otros con
pasamontañas, ese año ya había algunos que se dejaban ver el rostro, ya sabías
que era el vecino de la otra manzana. Las noches empezaron a iluminarse con
latas de kerosene y mechas de trapos formando figuras intimidantes. La hoz y el
martillo, PCP, SL eran figuras comunes entre los cerros de Diez de Octubre,
Mariátegui, Saul Cantoral, Juan Pablo II.
Es probable que estas acciones
hayan acusado un hondo resentimiento en Koki y Edgar. De almas inquietas y
juguetonas, pasaron a formarse en la más rígida disciplina de entonces, el
servicio militar. Edgar no llegó a salir
de Lima, tuvo patrullaje contra subversivo en Ancón, Callao, formación
templaria en la mismísima isla San Lorenzo, de donde sólo él sabe los
ejercicios y prácticas a las que fue expuesto en nombre del servicio y el amor
a su patria.
Koki en cambio, desoyendo a sus
padres y amigos, se presentó de voluntario para ir a la zona roja. Vio caer a
más de un amigo, tuvo entre sus manos a aquel compañero de armas que le pidió
el último deseo tras caer abatido por una emboscada senderista. Hoy mismo,
cuando cuenta estos hechos, sus ojos brillan de manera particular, con una
combinación de rabia, frustración y congoja por esos años perdidos en la selva
peruana, por esa herida que tuvo que cerrar en su vida para no morir con las
almas que llevó a la otra vida.
Hace poco, mientras contaba una
de las historias que tiene, recordó la canción que los infantes de marina
entonaban cuando se adentraban en la espesa selva peruana.
Cuando mi
patria estuvo en peligro
A infantería
me presenté
El camuflado
vestí
Por ella de
mis padres me despedí.
No llores
madre querida el destino lo quiso así
Salgan
muchachas a los balcones
Que los
batallones van a pasar
Salgan a
rendir los honores
A los galones
de un militar
Mientras Enrique retornaba a
casa, observaba por la ventana a algunos oficiales de la Marina de Guerra del
Perú subir a una de esas unidades informales de la avenida Colmena para ir por
toda la avenida Colonial hasta la Fortaleza del Real Felipe en el Callao.
Observarlos hizo que los recuerdos que golpeaban su memoria con los atentados
del año ochenta y ocho salten al incidente que vivió Johni por llegar tarde a
casa en una de esas noches de terror.
Caminar pasada la media noche fue
algo que no repetiría por mucho tiempo pues a pocos metros de la casa, fue
interceptado por un desconocido que lo apuntó con un arma de fuego directo a la
cabeza.
- ¿Quién eres tú?
- Johni, Johni Raúl, señor
- ¿Dónde vives?
- En la Manzana D- 4 lote 17,
señor.
- Ah ya, pasa nomás. Cualquier
cosa sólo me buscas. Soy el agente X-12 para darle seguridad al barrio.
El tipo bajó el arma, dejó que
Johni avance unos metros, dio la vuelta y desapareció entre las sombras de las
calles. Nunca más se supo de él, nunca más apareció el famoso agente X – 12 que
casi le vuela la tapa de los sesos por llegar tarde a casa. Incluso, en este
momento, podría pensar que no era ni agente ni terruco, acaso era un loco de
aquellos que –afectado por la violencia que vivió el Perú- terminó traumado y
en un mundo de fantasía del que sólo él sabría cómo salir.
La gente llegó a tener un
servicio de alarma que corría la voz desde la avenida hasta las casas más
lejanas para evitar enfrentamientos con cualquiera de estos bandos.
- cachacos, chachacos. Gritaban
unas veces
- Los cumpas, los cumpas,
referían otras tantas.
Sabido era que si llegaban los
chachacos debían ocultar todo aquello que pueda implicarlos. Muchas veces se
escucharon caer bolsas pesadas al techo de la casa de doña Andrea. La incursión
militar siempre terminaba con algún detenido por hallarle o propaganda o armas
o prendas con los símbolos de su revolución. A la mañana siguiente se revisaba
el techo y encontraban bolsas llenas de propaganda subversiva, discursos
terroristas, invitaciones a la revolución. Andrea siempre dijo que Dios y los Apus
de la sierra estaban con ella y su familia pues los militares jamás encontraron
algo en su casa, pese a que en más de una ocasión revisaron desde el techo
hasta las camas y colchones de sus hijos.
Enrique también
recordó a Arturo, el joven que conoció accidentalmente en el paradero final de
la línea 23 y que aprendió a tolerar en las tantas veces que sospechosamente se
encontraba con él en el camino a la casa de su madre.
Unas veces silbaba, otras veces
tarareaba, pero la mayoría de las veces iba cantando a Martina Portocarrero
mientras acompañaba en la ruta a Enrique.
Vengan todos
a ver
¡Ay, vamos a
ver!
Vengan hermanos
a ver
¡Ay, vamos a
ver!
En la
plazuela de Huanta.
Amarillito,
amarillando
Flor de
retama.
Por cinco
esquinas están,
Los Sinchis
entrando están.
En la
plazuela de Huanta
Los Sinchis
rodeando están.
Van a matar
estudiantes
Huantinos de
corazón,
Amarillito, amarillando
Flor de
retama;
Van a matar
campesinos
Huantinos de
corazón,
Amarillito, amarillando
Flor de
retama.
Una de las últimas veces que lo
vio fue camino al colegio José Carlos Mariátegui, donde decía trabajar en la
limpieza del centro. Aquella vez, Arturo
lo siguió hasta su casa y le propuso llevarlo a la reunión de jóvenes
revolucionarios que querían cambiar el destino del país. La Negra ladró tan
fuerte que Enrique se asustó y le pidió que se marchara. Unos meses después, al
no tener más noticias del él, se atrevió a ir hasta el Asentamiento Humano José
Carlos Mariátegui. Caminó varias cuadras hasta llegar a la enorme pampa que
luego sería conocida como el estadio, caminó cuesta abajo hasta llegar a la
explanada del colegio. Se acercó a la portería, preguntó por Arturo Aramayo.
Nadie lo conocía ni había oído de él. Algunos años después se encontraron en la
Universidad Nacional Federico Villarreal, durante la toma del local en protesta
contra el auto golpe de Alberto Fujimori y la ley de intervención de universidades
que se venía aplicando.