lunes, 7 de octubre de 2019

LOS AMIGOS



Por ese entonces aún no conocía a quienes serían sus amigos de la adolescencia y gran parte de su juventud: Koki, Edgar y Chachi. De ellos, dos terminarían en el servicio militar por voluntad propia y dolor de sus padres. Servir a la patria en esos días era terrible pues podías ir al servicio y no se sabía si volverías o no.
Esa madrugada los militares nos hicieron ver el poder que tenían con el fusil y las botas, unos días atrás, los terroristas nos mostraban su poder con la ejecución de un ladrón. Estábamos en medio de dos fuegos y cualquier cosa nos podía pasar. Unas veces para bien otras veces para mal, muchas veces para la incertidumbre. Era difícil dormir así.
En mil novecientos ochenta y ocho cualquier cosa podía pasar. En el asentamiento humano 10 de octubre, lugar donde vivían Andrea y sus hijos contar con los servicios básicos era un lujo. Para tener agua se debía contar con baldes, tinas, cilindros y correr tras la cisterna que distribuía agua a precio de oro. Bañarse era un lujo que se cumplía con un balde y una jarra para echar agua al cuerpo. La ducha era un accesorio de la televisión. La electricidad se traía de manera clandestina desde la avenida Wisse, a través de cables colocados en postes de eucalipto y algunos metros antes de llegar a la avenida, se enterraban para evitar que los descubran. Los más avezados tomaban los alicates y pelaban los cables de alta tensión, colocaban los cables que venían desde las casas y colocaban un par de mechas para soltar la luz. Los vecinos debían hacer guardia pues los ladrones se llevaban los cables sin ningún remordimiento. A veces pasaban los compañeros y los hacían formar y gritar vivas al presidente Gonzalo. A veces pasaban los cachacos y los confundían con terrucos al punto que se llevaban a algunos o les hacían pasar un mal rato con insultos y ejercicios inhumanos.
Ese fue el año de la híper inflación. Fue el año de las grandes colas y la escasez de alimentos, el año de los saqueos y asaltos a los mercados de abastos.  Ese fue el año en que Johni, Jimy y Enrique iban hasta el grifo Bayóvar a conseguir kerosene. Iban en un coche para jalar los galones que debían llevar hasta la casa. Sólo ellos saben las veces que rodaron por la calle por ir distraídos o las veces que bajaron hasta el grifo para encontrarlo cerrado.
Se hizo habitual escuchar una explosión, ver los chispazos que fulguraban en el cielo, el consecuente apagón y tinieblas acompañado de los ladridos incesantes y tétricos de los perros. Era una combinación de llanto y gemido canino que auguraba una noche oscura y complicada. Ya no resultaba extraño ver a los militares llegar en camiones y bajar dando gritos, rastrillar sus armas, patear puertas, detener a personas que veías todos los días y considerabas tus vecinos y de repente estaban subiendo a empellones a los camiones militares con propaganda subversiva, armas, trapos rojos, una veces callados y resignados, otras veces gritando y desagarrando el alma de los que observaban la escena.
Algunas veces las columnas subversivas pasaban de madrugada por el asentamiento humano, otras veces, a plena luz del día, se trasladaban entre los cerros que rodeaban la zona. Los veías en grupos de 20 o 30 personas, con ropas oscuras, algunos con pañoletas rojas, otros con pasamontañas, ese año ya había algunos que se dejaban ver el rostro, ya sabías que era el vecino de la otra manzana. Las noches empezaron a iluminarse con latas de kerosene y mechas de trapos formando figuras intimidantes. La hoz y el martillo, PCP, SL eran figuras comunes entre los cerros de Diez de Octubre, Mariátegui, Saul Cantoral, Juan Pablo II.
Es probable que estas acciones hayan acusado un hondo resentimiento en Koki y Edgar. De almas inquietas y juguetonas, pasaron a formarse en la más rígida disciplina de entonces, el servicio militar.  Edgar no llegó a salir de Lima, tuvo patrullaje contra subversivo en Ancón, Callao, formación templaria en la mismísima isla San Lorenzo, de donde sólo él sabe los ejercicios y prácticas a las que fue expuesto en nombre del servicio y el amor a su patria.
Koki en cambio, desoyendo a sus padres y amigos, se presentó de voluntario para ir a la zona roja. Vio caer a más de un amigo, tuvo entre sus manos a aquel compañero de armas que le pidió el último deseo tras caer abatido por una emboscada senderista. Hoy mismo, cuando cuenta estos hechos, sus ojos brillan de manera particular, con una combinación de rabia, frustración y congoja por esos años perdidos en la selva peruana, por esa herida que tuvo que cerrar en su vida para no morir con las almas que llevó a la otra vida.
Hace poco, mientras contaba una de las historias que tiene, recordó la canción que los infantes de marina entonaban cuando se adentraban en la espesa selva peruana.
Cuando mi patria estuvo en peligro
A infantería me presenté
El camuflado vestí
Por ella de mis padres me despedí.
No llores madre querida el destino lo quiso así
Salgan muchachas a los balcones
Que los batallones van a pasar
Salgan a rendir los honores
A los galones de un militar

Mientras Enrique retornaba a casa, observaba por la ventana a algunos oficiales de la Marina de Guerra del Perú subir a una de esas unidades informales de la avenida Colmena para ir por toda la avenida Colonial hasta la Fortaleza del Real Felipe en el Callao. Observarlos hizo que los recuerdos que golpeaban su memoria con los atentados del año ochenta y ocho salten al incidente que vivió Johni por llegar tarde a casa en una de esas noches de terror.
Caminar pasada la media noche fue algo que no repetiría por mucho tiempo pues a pocos metros de la casa, fue interceptado por un desconocido que lo apuntó con un arma de fuego directo a la cabeza.
- ¿Quién eres tú?
- Johni, Johni Raúl, señor
- ¿Dónde vives?
- En la Manzana D- 4 lote 17, señor.
- Ah ya, pasa nomás. Cualquier cosa sólo me buscas. Soy el agente X-12 para darle seguridad al barrio.
El tipo bajó el arma, dejó que Johni avance unos metros, dio la vuelta y desapareció entre las sombras de las calles. Nunca más se supo de él, nunca más apareció el famoso agente X – 12 que casi le vuela la tapa de los sesos por llegar tarde a casa. Incluso, en este momento, podría pensar que no era ni agente ni terruco, acaso era un loco de aquellos que –afectado por la violencia que vivió el Perú- terminó traumado y en un mundo de fantasía del que sólo él sabría cómo salir.
La gente llegó a tener un servicio de alarma que corría la voz desde la avenida hasta las casas más lejanas para evitar enfrentamientos con cualquiera de estos bandos.
- cachacos, chachacos. Gritaban unas veces
- Los cumpas, los cumpas, referían otras tantas.
Sabido era que si llegaban los chachacos debían ocultar todo aquello que pueda implicarlos. Muchas veces se escucharon caer bolsas pesadas al techo de la casa de doña Andrea. La incursión militar siempre terminaba con algún detenido por hallarle o propaganda o armas o prendas con los símbolos de su revolución. A la mañana siguiente se revisaba el techo y encontraban bolsas llenas de propaganda subversiva, discursos terroristas, invitaciones a la revolución. Andrea siempre dijo que Dios y los Apus de la sierra estaban con ella y su familia pues los militares jamás encontraron algo en su casa, pese a que en más de una ocasión revisaron desde el techo hasta las camas y colchones de sus hijos.
Enrique también recordó a Arturo, el joven que conoció accidentalmente en el paradero final de la línea 23 y que aprendió a tolerar en las tantas veces que sospechosamente se encontraba con él en el camino a la casa de su madre.
Unas veces silbaba, otras veces tarareaba, pero la mayoría de las veces iba cantando a Martina Portocarrero mientras acompañaba en la ruta a Enrique.
Vengan todos a ver
¡Ay, vamos a ver!
Vengan hermanos a ver
¡Ay, vamos a ver!
En la plazuela de Huanta.
Amarillito, amarillando
Flor de retama.
Por cinco esquinas están,
Los Sinchis entrando están.
En la plazuela de Huanta
Los Sinchis rodeando están.
Van a matar estudiantes
Huantinos de corazón,
Amarillito, amarillando
Flor de retama;
Van a matar campesinos
Huantinos de corazón,
Amarillito, amarillando
Flor de retama.

Una de las últimas veces que lo vio fue camino al colegio José Carlos Mariátegui, donde decía trabajar en la limpieza del centro.  Aquella vez, Arturo lo siguió hasta su casa y le propuso llevarlo a la reunión de jóvenes revolucionarios que querían cambiar el destino del país. La Negra ladró tan fuerte que Enrique se asustó y le pidió que se marchara. Unos meses después, al no tener más noticias del él, se atrevió a ir hasta el Asentamiento Humano José Carlos Mariátegui. Caminó varias cuadras hasta llegar a la enorme pampa que luego sería conocida como el estadio, caminó cuesta abajo hasta llegar a la explanada del colegio. Se acercó a la portería, preguntó por Arturo Aramayo. Nadie lo conocía ni había oído de él. Algunos años después se encontraron en la Universidad Nacional Federico Villarreal, durante la toma del local en protesta contra el auto golpe de Alberto Fujimori y la ley de intervención de universidades que se venía aplicando.





jueves, 3 de octubre de 2019

LOS COMPAÑEROS


- Radio Cora, desde Lima
- yo soy Cora
- Nos preocupa, amables oyentes. Nos preocupa la ola de terror que se viene sembrando en nuestra ciudad. Hasta cuando hemos de soportar el terror que vienen difuminando los grupos delincuenciales en nombre de la libertad. Sólo en estos días se han reportado una decena de atentados terroristas y más de una docena de incursiones subversivas. Las zonas más afectadas en estos días han sido San Juan de Lurigancho y Villa El Salvador. Nos preocupa, amables oyentes.
- yo soy Cora
- Bien, señoras y señores, radio Cora del Perú, de la Compañía Radiofónica Lima Sociedad anónima, termina sus actividades pertenecientes al día de hoy. Esperamos haberles acompañado y que mañana nos acompañen ustedes, cuando tempranito estemos tocando a las puertas de vuestra sintonía en los 600 kilociclos de vuestra onda media. Les deseamos un reparador descanso y pedimos a Dios que nos de la suerte de volver mañana para seguir haciendo patria.
Radio Cora del Perú se despide de ustedes hasta mañana. Buenas noches.

Esa noche fue premonitoria la voz de Don Juan Ramírez Lazo, fundador de Radio Cora, radio que Enrique aprendió a escuchar por su padre, quien, pese a su vida azarosa, logró sembrar costumbres como esta. Además, la voz de Diana García diciendo “Yo soy Cora” le generaban una sensación extraña. Era un deleite escucharla esos segundos previos a la voz gruesa y resonante del locutor.
Había terminado la programación a la media noche y no lograba conciliar el sueño. Muchas cosas daban vueltas en la cabeza y no terminaban de ordenarse. Dormir con todos sus hermanos y en una cama improvisada que se armaba cada noche para que puedan entrar los cuatro era toda una proeza. Dormir así era terrible.
-Todos afuera carajo. Todos afuera.
- Abran sus puertas, abran o las bajamos a patadas, sarta de terrucos.
- A la pampa, a la pampa.
Las tanquetas ingresaron casi a las dos de la madrugada. El ruido fue intenso. Fue como si hubiesen avanzado en silencio hasta unas cuadras del Asentamiento Humano 10 de octubre y de repente encendieron los motores y estallaron en gritos y disparos al aire que horrorizaron a todos los vecinos.
Grandes y pequeños, mujeres y hombres, niños, jóvenes, todos eran llevados a la pampa, al pie del cerro, todos boca abajo y con las manos a la nuca, temblando o llorando, con los nervios destrozados y temiendo por la vida de uno de los suyos o su propia existencia. La vida esa noche fue tan frágil como el viento que levantaba el arenal, mudo testigo de los excesos que cometieron los soldados del ejército que –en pleno operativo militar- dieron muestras del poder que puede dar un arma de fuego o cientos de ellas ante civiles desarmados y entre ellos subversivos responsables de tamaño abuso.
El domingo previo a la incursión, acaso la razón para que se hayan presentado, los compañeros –como se hacían llamar- ingresaron al mercado modelo de 10 de octubre y dieron manifiesta evidencia del poder que ostentaban.
Tomaron las seis puertas que tenía el mercado, las cerraron y colocaron centinelas en cada una de ellas, la cúpula principal se dirigió a la cabina de locución y empezó a arengar al “presidente Gonzalo” durante varios minutos. Pero, en plena toma del mercado, el infortunio hizo que un delincuente novato tome la bolsa de compras de alguna desconocida señora. Ella empezó a gritar desesperada sin presagiar lo que ocurriría en los próximos minutos. Los subversivos cercaron el mercado, rodearon cada entrada y avanzaron cual cadena hacia el centro hasta dar con el delincuente. Él, totalmente consternado y sabiendo su destino, empezó a llorar y pedir perdón a la señora y a los terroristas que lo tenían del brazo. Todo fue en vano, no hubo clemencia para él.
Dos de ellos lo tomaron de los brazos y ataron a un poste de alumbrado que estaba en el pasaje del mercado, en tanto que le iban hablando sobre su delito y el daño que le causaba a la gente del pueblo. La mujer que estaba al mando se acercó, le dijo algo al oído, se alejó casi un metro, sacó su arma de entre la chompa, apuntó al delincuente y le pidió que pida perdón a la señora que había robado. El hombre no podía hablar. Apenas si se entendía alguna palabra. Eso enfureció más a la mujer, quien rastrilló su arma y amenazó con disparar si no veía su arrepentimiento.
El hombre no terminó de hablar y una bala atravesó su cráneo, dejándolo con un rostro de estupor cubierto con sangre.  Los que observaban el evento quedaron atónitos, pero enmudecidos y sin levantar el rostro para no identificar a los terroristas que podían desatar una masacre en ese momento. Alguien tomó un cartón, escribió “así mueren los ladrones” lo ató al cuello del ejecutado. Gritó algunas arengas a su líder y empezaron a retirarse. El casete que dejaron en la cabina duró casi veinte minutos con canciones y discursos sobre la revolución.
La policía no llegó sino hasta el día siguiente. El cuerpo estuvo ahí, sin ser tocado. Hacerlo hubiese provocado la ira de los terrucos, manifestaron los socios del mercado cuando los militares llegaron acompañando a una patrulla policial. Ellos ya no entraban solos. La comisaría de Santa Beatriz había sufrido un atentado con explosivos en un Volkswagen abandonado. Una patrulla fue volada a pedazos con anfo colocado en un triciclo y atado a su parachoques mientras realizaban un operativo en el paradero 5 de la avenida Wisse. Era una locura ingresar sin seguridad militar.
Esa madrugada los militares buscaban algo. Ese algo que algunos vecinos conocían, pero ocultaban por temor a perder la vida o a sus familias. No importaba violar los derechos de las personas. Había que encontrar algo. Sólo eso. Sentir las botas en la cabeza o la punta del zapato hundiendo el vientre era mejor que una bala atravesando tu cuerpo.
- Teniente, aquí hay algo teniente.
- Hable claro soldado.
- Tango Uniforme Charlie Óscar, repito Tango Uniforme Charlie Óscar.
- Tráiganlo carajo. Así que tenemos a un camarada. Vamos a saludarlo soldado, háganle los honores.
Lo arrastraron de los pies por casi dos cuadras hasta la pampa. Todas las luces se dirigieron hacia él. Las patadas fueron el recibimiento inicial. Luego, las luces en el rostro y unos artefactos que metían entre sus prendas y lo hacían gritar tan fuerte que su sola voz hacía llorar y suplicar a la gente que estaba tendida en la pampa.
Su casa fue literalmente destruida. Hallaron bolsas llenas de propaganda subversiva. Los panfletos habían sido escondidos en la letrina, pero eso no fue impedimento para desprenderse con cuerdas y sacarlas como evidencia para detener al terrorista que había estado como un vecino más durante los últimos tres años.
Junto al él, cayeron cinco más. Desconocidos todos, gente que jamás se había visto en el asentamiento humano y que esa noche le dieron el estigma de terrucos a los vecinos de 10 de octubre. Por eso lo declararon zona roja, con presencia militar casi permanente por esos meses. Fueron cayendo uno tras otro, los dirigentes vecinales, el presidente del mercado, algunos comerciantes. La gente no sabía a quién temerle más, si a los terroristas que estaban encubiertos entre ellos o a los militares que incursionaban con uso y abuso de su poder.
Esa operación militar culminó con los primeros rayos de sol. En la retina de Enrique quedaron plasmadas cada uno de los abusos cometidos, quedó pensando en jamás regresar a ese lugar; pero ahí vivían su madre y sus hermanos, vivían sus nuevos amigos. Recordó la voz de Don Juan Ramírez lazo, recordó la nota premonitoria de la noche anterior, recordó el sueño que tuvo algunos días atrás y se dio cuenta que se había estado preparando para ese momento.

lunes, 23 de septiembre de 2019

LAS SOMBRAS


Fue por Esos días que empezó a sentir que su bisabuelo paterno lo seguía. Don Juan Ugaz Mera había fallecido a principios de los ochenta, en Chosica, con una extraña enfermedad que le destruyó el hígado. Papá Juan, así lo conocían todos, así lo recordaba él.


Mi abuelo (jamás lo llamé bisabuelo) odiaba que lo llamemos abuelito. “Abuelos son los viejos verdes de la esquina. A mí me dices papá Juan, carajo” sentenciaba el viejito más lindo que haya tenido como familia. Mi papá Juan fue el reemplazo de muchas de las cosas que nos faltaron en la infancia. Ahora he empezado a extrañarlo. Sé que, si estuviera con nosotros, mi mamá jamás se hubiera ido a vivir con mis hermanos a Canto Grande. Es más, estoy convencido que mi papá jamás se hubiese ido con la loca porque mi papá Juan le rompía la cabeza de un solo tablazo.
Él empezó a sentir la soledad como un abrigo extraño que lo cubría esas noches del verano de mil novecientos ochenta y ocho. Extrañaba a su mamá Agucha y a su papá Juan. Los llamaba por las noches, los llamó tantas veces que empezó a verlos en sus sueños. Empezó a sentirlos en su solitaria casa. Empezó a verlos entre dormido, cuando empezaba a cerrar los ojos.  La silueta de Juan Ugaz Mera era inconfundible, el peso y el volumen de su cuerpo, el color marrón de su pantalón cuidadosamente planchado, la correa de cuero marrón oscuro con esa hebilla gruesa que llevaba la inicial de su nombre, los zapatos pausadamente lustrados con la pasta de betún negro que tenía en la caja lustra botas ubicada debajo de su cama, en esa quinta del Rímac. El papá Juan empezó a visitarlo ocho años después de haber fallecido.

La mamá Agucha, venía sólo algunas veces. Ella no quería visitarlo muy seguido porque Enrique no la miraba bien. Aún tenía el recuerdo fresco de las sábanas de la abuela con unos gusanos enormes y extraños caminando entre sus piernas, justo unos días antes que ella muera con ese cáncer extraño que se llevó a su madre algunos años después.

Las veces que venía, lo hacía sonriendo con Don Juan, su padre. Era su adoración, su cholita, su amorcito. La engrió hasta el último hálito que lo mantuvo en este mundo. Y cuando visitaban la casa de Víctor Raúl Haya de La Torre no reparaban en sonreír y disfrutar de la visita. Enrique no podía ver a la cara a su abuela, no lograba entender su muerte.


Mi mamá Agucha murió pudriéndose. Yo vi como le salían gusanos de las piernas. Mi mamá me pedía que le lleve el bacín para que orine y me daba asco ingresar a su cuarto. El olor era fuerte, intenso. Ella me tomaba la mano y me decía “hijito, ayúdame a sentarme para bajar de la cama” y yo quería salir corriendo. Antes que enferme yo la quería mucho. Pero el cáncer sólo me dejó a una abuela que se estaba pudriendo en vida. Cuando salía con el bacín hacia el baño, iba escupiendo en él y terminaba vomitando en el patio trasero. Una vez me vio mi madre y me dijo “ay carajo, el día que tu madre enferme así, te quiero ver haciéndome esas cosas”
Las noches empezaron a volverse interminables durante ese verano. Salía a caminar hasta altas horas de la noche. Se quedaba jugando con Joel, Pachín, Betto; pero no era suficiente. No lograba cansarse tanto como para quedarse dormido de inmediato. Siempre lograba mirarlos. Los veía llegar a la casa y sentarse a sus pies, a velar sus sueños.

En más de una ocasión pensó en salir corriendo, pero siempre había algo que lo retenía. Unas veces era la nostalgia de verlos, otras veces era el miedo a que lo sujeten de las manos y no sepa qué hacer. Nunca se acostumbró a ellos. Procuraba no mirarlos, cerrar los ojos, girar el cuerpo hacia la pared y pensar en que pronto se dormiría y al amanecer ya no estarían más.

Ellos en cambio, sólo querían cuidarlo. Velaban sus sueños, lo cuidaban de los delincuentes del barrio, de las malas juntas, de los fumones. Él jamás entendió eso.


Yo tenía mucho miedo. A veces empezaba a gritar con todas mis fuerzas, pero solo salían unos chillidos ahogados y tan bajitos que apenas me podía escuchar. Me tapaba con la frazada y empezaba a patear los bordes de mi cama para que nadie más que yo quede en ella. Me envolvía como una oruga y dejaba que pasen las horas hasta que me quedaba dormido y ya no sabía más de ellos. Algunas noches despertaba y allí estaban ellos, cuidándome sin que yo logre entender qué estaba pasando.
Una noche me harté o me armé de valor, o ambas cosas y les grité tan fuerte que me dolió profundamente haberlos insultado. Nunca más los vi.

Enrique dejó de verlos en su casa, en su habitación, en su sala. Pero empezó a sentir la presencia de ambos a sus espaldas. Sentía que lo seguían, que avanzaban con él.

Las veces que se quedaba en su tía Charo para cenar, demoraba esperando que ella le diga que se quede a dormir, pero eso no ocurría. Entonces debía caminar desde la casa de la tía hasta la suya. Eran unas 10 cuadras interminables de oscuridad, ladridos y aullidos de perros, miradas de esos seres infrahumanos que estaban perdidos entre el olor del terokal y el sabor de su licor de anís o cañazo. Fue cuando ellos empezaron a seguirlo algunos metros atrás, como sombras, acaso para cuidarlo. Él caminaba asustado, casi flotando por la prisa, con los ojos medio cerrados por el miedo a verlos otra vez. Quedaba claro que eran ellos, lo sabía por el olor que los caracterizaba, por la tibieza de su piel cuando algunas veces lograban tocarle el hombro para ocultarlo de los ladrones que venían por él.


Eran días extraños. Yo no quería estar solo. Lloraba por no tener a mi madre o mis hermanos cerca. Lloraba tanto que mi papá Juan y mi mamá Agucha vinieron a darme esa compañía añorada. Claro, cuando tratas mal a tu familia, simplemente se va. Yo los ofendí en todas las formas posibles. Tuve tanto miedo que hasta empecé a colocar ajos y cebollas en la casa, en la puerta, en el patio. Empecé a rezar por las noches, empecé a leer la biblia pensando que era mi mal andar y mis inconductas las que me hacían ver todas esas cosas. Ellos no volvieron.

Cuando las sombras se fueron, también se fue la suerte de Enrique. Hasta ese año su casa jamás había sido tocada por un ladrón. Ese verano, mientras él salió a visitar a su tía Charo, los ladrones rompieron la estera, ingresaron y se llevaron los libros de medicina del tío Guillermo, el diccionario de papá Zapata, la mochila con los cuadernos usados. Se llevaron todo.

Una de esas noches, mientras regresaba de ver a su madre, el chato Néstor, un ladrón de baja monta que merodeaba siempre el barrio, lo asaltó y golpeó sin piedad porque no le encontró ni una sola moneda. Cogió una piedra y golpeó su espalda hasta que logró zafarse y correr.

Dejó de temblarle a los muertos, dejó de asustarse con las sombras. Ahora, les tenía más miedo a los vivos, a los ladrones del barrio donde estaba creciendo. Entonces, decidió aislarse y dejar de hablar. Fue cuando oscureció su carácter y escondió su alegría y sus sueños. Ya no tenía más sombras para que lo cuiden, ahora él tenía que ser una sombra para que no le hagan daño.


Todavía extraño a mi papá Juan. Él era el único que venía desde el Rímac trayendo frutas para sus bisnietos. “Cholo, chola, ya llegué. Vengan, abracen a este viejo” gritaba desde unas cuadras antes de llegar a la casa. Cuando paso por ese camino, a veces siento su hálito, siento su olor, siento sus brazos intentando envolverme con todo ese amor que él sabía darme. A veces, todavía veo sus sombras.

martes, 17 de septiembre de 2019

SUEÑOS

La etapa adolescente la pasó en la soledad de su casa en Víctor Raúl Haya de la Torre, extrañando el bullicio familiar, la autoridad maternal, el silencio paterno. Ese verano aprendió a vivir entre sus sueños.
La fantasía lo llevó a lugares insospechados mientras caminaba al colegio o atendía alguna clase escolar aburrida. En más de una ocasión fue sorprendido viajando a lo desconocido mientras el profesor de matemáticas explicaba las formulas complejas de la factorización, palabras como binomios y polinomios resultaban terribles para su fantasía.
Fue en ese mismo verano que empezó a soñar con la muerte.
Elle venía a visitarlo cada noche. Una vez que caía rendido en su cama, ella ingresaba a su mente y jugaba con él. Se vestía de blanco, se cubría con un velo también blanco, asomaba por la esquina de la calle y lo miraba tras ese manto fino que le cubría el rostro. Cuando él volteaba a mirarla –porque sentía que alguien lo observaba- ella salía de la esquina y se acercaba flotando hacia él. Entonces, empezaba a correr desesperado, hasta alcanzar la entrada de su colegio primario, el 2052 “María Auxiliadora”, golpeaba la puerta con fuerza hasta caer rendido. Cuando quería ponerse de pie ya era tarde pues la novia adolescente lograba alcanzarlo y se levantaba el velo para besarlo. Él sólo observaba una sombra que se acercaba a su rostro y se tornaba cada vez más negra y pesada, tan pesada como una roca que se posaba sobre su cuerpo. Sólo entonces reaccionaba y despertaba violentamente, transpirando y con ganas de reventar en llanto. Procuraba no dormir pues de hacerlo de inmediato era casi seguro que la volvía a encontrar. Ella era así, lo perseguía indesmayablemente. Hasta alcanzarlo e intentar besarlo.
Otras veces, pensando en no toparse con ella en sus sueños, procuraba dormir boca arriba y con los brazos a los lados. Entonces, sentía como una inmensa sombra se posaba sobre su cuerpo y empezaba a aplastarlo sin piedad. La sombra era tan pesada que lo dejaba sin respiración y anulaba cualquier intento de movilidad corporal. Apenas podía mover los ojos y pensar en alguna estrategia para librarse de ese mal. Podía pasar horas enteras gritando y su voz no lograba salir de la garganta. Era frustrante sentir esa angustia mortal sobre el cuerpo y no poder expulsarla de sus sueños. Hasta que aprendió a combatirla. Cuando sentía que la sombra se posaba sobre su pecho, tomaba sus manos y empezaba a pellizcarse hasta sentir dolor y despertar. A veces tardaba un poco, a veces no funcionaba; pero aprendió a despertar en esa soledad nocturna para evitar que la muerte se lo lleve. Cuando no funcionaban las manos y pellizcos, utilizaba los mordiscos en los labios. Procuraba mover rápido los labios y llevarlos hacia sus dientes para presionarlos hasta sangrar y así escapar del espectro. 
En más de una ocasión se quedó dormido pensando en evitar las pesadillas que ya eran parte de su rutina nocturna y terminó en dimensiones insospechadas. Sentía como se desprendía de su cuerpo, lograba observarlo allá abajo, mientras él se elevaba y divisaba toda la habitación.  Entonces aprendió a viajar. Iba a ver a su madre, la encontraba durmiendo, recostada de lado hacia la pared de esteras que la protegían de la calle, en San Juan de Lurigancho. Cuando ella o sus hermanos se movían de la cama improvisada que habían armado, él salía despavorido y retornaba a su cuerpo en Víctor Raúl Haya de la Torre. Algunas veces la encontraba despierta, llorando, quería hablarle, quería abrazarla, pero sabía que era imposible. Entonces, retornaba a su cuerpo y seguía durmiendo. A la mañana siguiente despertaba con una extraña sensación de tranquilidad angustiosa por haber visto a su madre, aunque sea en sus sueños.
Todo cambiaba cuando soñaba con perros. Esas noches eran interminables y fatales. Aún no existía el teléfono en casa y no había forma de llamar como si logró hacerlo de adulto con sus hermanos cuando tenía estos sueños. Siempre era lo mismo. Se veía caminando hacia la casa de su tía Charo, por el lado izquierdo de Víctor Raúl, caminaba por la enorme bajada llena de tierra y piedras, al pie de ese pequeño barranco que de cuando en cuando desprendía algunas rocas. Cuando llegaba a la parte baja, salían unos perros enormes que mostraban toda su ira a través de los colmillos llenos de espuma rabiosa. El ruido de sus ladridos y los ojos rojos eran intimidantes, él se intimidaba y procuraba salir del lugar, pero era imposible, las piernas no respondían, la voz no emitía mayor sonido que sus miedos ahogados en saliva. Al menor descuido, uno de los perros lo mordía con tanta fuerza que despertaba gritando de dolor y miedo.  La desesperación se prolongaba hasta el amanecer y no sabía qué hacer pues sabía lo que pasaría. Unas veces pudo avisar a las personas que vio en sus sueños, otras veces sólo le quedó escuchar lo que les había ocurrido y asentir con la cabeza como diciendo “lo sabía”. Los perros siempre le decían que robarían. Soñar con los perros y ver a alguien era para que le roben a esa persona, si estaba solo entonces sería él la víctima de los delincuentes. Las visiones se agravaban si caía sangre, entonces el robo iba acompañado de violencia. Eran los sueños que menos le agradaban.
De cuando en cuando tenía sueños aislados. SE veía cocinando con leña en un fogón, con esa olla enorme donde sabían preparar el caldo de mote. Llevaba un cucharón de manera enorme que utilizaba para mover el líquido de la olla. No era agua, era algo más denso, pero difícil de observar desde el sueño. Quedaba tan confuso que empezó a contarle a su madre y ella le manifestó que era la muerte que lo visitaba. Le pidió tener cuidado y nunca mirar a la olla. Entonces, cuando soñaba con la olla y el fogón, sabía que podía pasar toda la noche moviendo al amparo de esa luz tenue e intermitente, pero nada le pasaría. Pronto el sueño empezó a incorporar a otros actores, personas que jamás había visto, personas poco conocidas, familiares, vecinos. Los miraba, le pedían el cucharón y empezaban a mover ese líquido extraño que contenía la olla. Les ganaba la curiosidad, levantaban el rostro, observaban al interior, lo miraban con una sonrisa extraña de satisfacción y nostalgia. Era la despedida. Así fue como se dio cuenta que las personas que pasaban por sus sueños morirían por esos días lo que le permitió despedirse de algunas de ellas.
Si hubiese sabido eso, unos años atrás, se hubiese despedido de su abuela paterna. La Mamá Agucha, Agustina Ugaz Mera, murió con cáncer cuando él tenía ocho años. La vio caminando por el pasaje que divide las urbanizaciones El Ángel y El Carmen. Corrió hacia ella para abrazarla, llegó hasta el lugar, corrió un poco más y no la encontró. La noche anterior la había soñado junto a él, cocinando, en el fogón y con esa olla extraña que marcó su infancia. Cuando llegó a la casa de su Mamá Agucha, ella había fallecido. Por más que dijo que la vio hacia unos minutos, en la entrada de El Ángel, nadie le creyó, ni su madre. Su abuela se fue sin que él pudiera despedirse. 
Pronto aprendió a dominar sus sueños. Ingresaba a ellos y sabía cuándo salir. La novia adolescente que lo perseguía, ahora jugaba con él. Corrían juntos, se dejaba tomar de la mano, aunque estas se mostraban flácidas y frías. Eso sí, ella siempre intentó besarlo. Él no lo permitió. Se detenía, cerraba los ojos, se mordía la lengua y salía del sueño. La novia lo visitó hasta los dieciséis años. Se cansó de jugar, se dejó tomar, ella levantó el velo, mostró su rostro por primera vez. Era hermosa, muy hermosa. Sabía que la vería algún día. Ella se acercó lo besó y se fue, para siempre. Después de esa noche, nunca más supo de ella, hasta el día en que casi mata a Edith, su esposa, esa noche también la vio. Era ella, estaba seguro que era ella.

lunes, 9 de septiembre de 2019

LA PLAZA


Luego de llorar por un buen rato, decidió caminar hacia la plaza Unión, como intentando retornar a pie a Independencia, como aquella vez que se separó de su madre y retornó a pie hasta su casa. Cuando se dio cuenta de la locura que iba a cometer, dio la vuelta y caminó hacia la plaza San Martín. Avanzó por la avenida Alfonso Ugarte, hasta la plaza Dos de Mayo, caminó por la avenida Nicolás de Piérola – La Colmena – y cruzó Tacna. Caminó unas cuadras más hasta llegar a la enorme plaza San Martín. Se sentó, extenuado, con la bolsa de rafia llena de limones a cuestas, transpirado y con el miedo envolviendo todo su cuerpo.
Cuando vio la línea 94 pasar por la plaza, se levantó cual resorte y corrió tras de ella hasta alcanzarla. Subió, casi a la volada, con ayuda de una mano que lo sujetó desde el interior del bus. Dio unos pasos casi cayendo, se agarró fuertemente de uno de los asientos y se acomodó con su bolsa de limones al lado. La calma agitada que tenía duró muy poco pues se acercó el cobrador.
- Pasaje, pasaje, pasaje.
- (con voz casi apagada y ahogada en la timidez) no tengo pasaje, señor.
- ¡Carajo! Habla fuerte mocoso. ¡Tu pasaje!
- (esta vez, llorando e inundado de vergüenza) ¡No me baje señor, no tengo pasaje!
- ¿Qué dices mocoso? Te bajas ah. ¡Baja atrás, baja atrás!
Enrique ahogado en el llanto sólo atinó a levantar el rostro quién sabe para qué. No quería bajar del bus, pero el cobrador lo tomó del polo y jaló hacia la puerta de un tirón. Tropezó con su bolsa y casi cayendo al piso, fue detenido por la misma mano que lo había ayudado a subir hacía unos minutos.
- No seas abusivo oe. Deja al mocoso tranquilo.
- Pero no tiene pasaje pe, tío. ¿Acaso tú vas a pagar? ¿ah?
- Ya, cóbrate y no jodas. Abusivo eres con el chibolo. Cóbrate, cóbrate.
Enrique, que no terminaba de salir de su asombro. Secó sus lágrimas y agradeció el gesto del hombre que había evitado ser bajado abruptamente del bus. Metió la mano a la bolsa de limones, agarró todos los que su mano pudo capturar y los estiró hacia ese hombre salvador que tenía al frente.
- Guarda tus limones, chiquillo. Te van a hacer falta.
- Gracias señor, muchas gracias.
- Bien sano eres ah. Agarra bien esa bolsa que ahorita te atrasan en Abancay.
Enrique terminó de acomodarse casi al final de la unidad, se ubicó entre los asientos y el ventanal de emergencia. Amarró bien la bolsa de limones, se sentó en ellos y trató de olvidar el mal momento. Casi dos horas después llegaría al paradero final, en el Asentamiento Humano 10 de octubre, en San Juan de Lurigancho.
Johni y Jimy habían salido de la casa en dirección a Independencia, para visitar a su hermano mayor. Al bajar en la plaza Dos de Mayo, Johni vio a un heladero y se compró dos helados. Los hermanos se sentaron a disfrutar del hielo que congelaba sus labios y lengua mientras esperaban el bus de la línea 42. Terminado el helado, Jimy vio a un vendedor de ponche y convenció fácilmente a su hermano para comprarlos. A esas alturas, cayeron en la cuenta de no contar con dinero para continuar su viaje. Se miraron un buen rato, se sentaron y siguieron disfrutando del ponche.
Con la calma que caracterizaba a Johni, observó detenidamente cada escena que lo rodeaba en la plaza.
La gente caminaba presurosa de un lado a otro, con tanta rapidez que no dejaba tiempo para observar bien sus rostros. Los vendedores subían y bajaban de los buses ofertando sus productos, otros los ofrecían en plena avenida, aprovechando la luz roja del semáforo. Los vendedores de pescado frito, yuquitas con hígado y combinado de tallarín con chanfainita estaban instalando sus carretillas para empezar el negocio de la tarde. Los niños agarraban trapos viejos y pasaban por los autos detenidos para limpiarlos y pedir algunas monedas. Otros niños estiraban la mano a las personas y estas les daban algunas monedas.
Johni se puso de pie, agarró a Jimy de la mano, le dio un jalón tan fuerte que lo asustó. Caminaron hacia el primer hombre que vieron y se pararon frente a él. Esa tarde, Jimy, aún asustado por el jalón previo, vería cómo su hermano resolvía la falta de pasaje y obtenía algunas monedas más para seguir comiendo.
-  Señor, nos hemos perdido y no tenemos cómo llegar a nuestra casa. Nos puede regalar una monedita, por favor. Mi hermanito está asustado y yo no sé qué hacer, señor.
- Toma, toma. Sube a tu carro y directo a su casa ah. Este lugar es peligroso.
- Gracias señor, gracias.
Caminaron unos metros más, guardó el dinero, le dijo algo a Jimy, miró alrededor, se acercó y estiró la mano.
- Señora, ayúdenos. MI hermano y yo nos hemos perdido. Tenemos que ir en la 42 y nos hemos quedado sin pasaje.
- ¡ay criaturas! Vengan, yo los llevo al paradero. Vengan.
- No señora, nosotros vamos solos. No nos puede dar para nuestro pasaje.
- No hijito, aquí te pueden robar. Es peligroso. Yo los acompaño.
- ¿Y si usted nos quiere hacer algo? Ven Jimy, ven.
- No hijito, cómo crees eso. Ven, te daré para su pasaje. Vayan con cuidado.  Ay, qué madre más descuidada para mandarlos solitos y tan pequeños.
Caminaron casi una hora entre la gente que iba y venía. Pidiendo y corriendo, mirando y jugando a los niños perdidos. Cuando sus bolsillos se tornaron pesados decidieron retornar a casa. Johni metió la mano a uno de sus bolsillos, sacó unas monedas y miró a Jimy. Casi como leyendo su pensamiento, giró hacia el puesto de pescado frito, asintieron la cabeza y caminaron hacia él.
Fue el pescado frito con yuca, arroz y ensalada de lechuga más delicioso que creían haber probado hasta entonces. La yuca era tan suave que se deshacía entre sus dientes. La lechuga crocante reventaba en sonidos dentro de su boca. El arroz blanco y humeante se montaba en la cuchara con una elegancia tan particular que parecía bailar antes de ser devorado. El pescado estaba tan frito y crocante que hasta la piel estaba crocante.
Mientras comían, Johni seguía observando la plaza.
-  Mira, esos chibolos tienen unos trapos y los remojan en los baldes que dejan en el centro de la avenida Colonial.
- ¿Y de dónde traerán agua?
- ¿Vamos a ver?
- Ya es tarde. Mejor vamos a la casa.
- Pero mi mamá no se va a enterar. Vamos, miramos y de ahí tomamos la 42
- Ya pues. Vamos.
Los niños tenían varios polos sucios que intercalaban. Tomaban uno, limpiaban dos o tres autos, los remojaban en el agua del balde pequeño que llevaban, lo escurrían bien y dejaban secando en uno de los postes. Tomaban otro trapo, seguían limpiando autos, hasta ensuciar el agua completamente. Uno de ellos iba hasta el grifo, llenaba el balde con agua limpia y retornaba al grupo para seguir trabajando.
Esa tarde, Johni imaginó todo lo que haría cada vez que su madre le pediría que vaya a ver a su hermano. Es más, no esperaría a que eso ocurra, él le diría que lo envíe a ver a Enrique. Jimy no salía del asombro frente a lo ocurrido, esa tarde fue memorable para ambos.
El verano de aquel año fue particularmente corto para ellos. Aunque repitieron varias veces el recorrido y el protocolo de pedir a los transeúntes. Finalmente, Johni decidió ponerse a limpiar autos, pero temía que los muchachos que ya estaban ahí le hagan algo. Entonces, sin titubear demasiado, decidió contarle todo a su hermano mayor para que los acompañe y puedan reunir dinero para ayudar en casa. Fue su primer trabajo independiente, su primer trabajo generado por él mismo. Ahora sólo faltaba convencer a Enrique, el hermano tímido que terminó llorando cuando se perdió y quedó sin pasaje para retornar a casa.
Enrique no supo que decir en un principio, pero finalmente aceptó con una condición. Había que contarle a mamá. Johni se arrepintió de haberle contado su aventura (la que ya había repetido varias veces), pero se envalentonó y le contó todo a su madre para conseguir el permiso e ir a limpiar autos a la plaza Dos de Mayo.
No sé si fue la maldición del lugar, si el temor de Enrique, el destino que quiso protegerlos; pero a la semana de haber empezado el negocio de limpieza de autos al paso, fueron desalojados por una parvada de pirañitas que se posesionaron de esa cuadra de la Avenida Colonial y no permitieron que ellos retornen. No sé si Johni volvió a limpiar autos, lo que sí sé es que jamás volvió a compartir un sueño como este con su hermano, hasta unos diez años después, cuando lo llevó a trabajar a la fábrica de vidrios de San Carlos.




lunes, 2 de septiembre de 2019

LOS VIAJES PERDIDOS


La adolescencia fue extraña para él. Vivía en un mundo de fantasías para eludir la separación de sus padres y la timidez que lo envolvía. Imaginaba ser el muchacho atrevido y palomilla que veía en Joel, Beto o los hermanos Barreto. Imaginaba tanto que se perdía en sus delirios.
Ese verano aprendió muchas cosas. Todas en su mente.
Era de las personas que no hablaban con facilidad. Hasta los 8 años se mostró como extrovertido y locuaz, pero el accidente de su padre lo transformó. Para mil novecientos ochenta y ocho apenas si podía hilvanar dos ideas en público. Tenía una imaginación brillante, dibujaba mentalmente todo el escenario en el que se desenvolvería y cuando debía mostrarse, simplemente se quedaba callado.
La timidez fue avanzando y convirtiéndolo en un adolescente amargado y muy hermético. Era el más irritable de la clase, raras veces lo veían sonreír, raras veces lo veían jugar con los demás y las veces que se atrevió a hacerlo, sus compañeros de clase se encargaron de avergonzarlo para que se convenza que era mejor estar callado.
Durante ese verano, su madre le pidió que fuera a san Juan de Lurigancho y volviera a Independencia. Para entonces, él jamás había viajado solo en bus. La idea era terrible, podía extraviarse y no sabría cómo retornar. Pero no supo cómo decirle eso a su madre. Andrea entendió que su hijo ya estaba en edad de viajar solo. Johni lo hacía con facilidad relativa, demoraba un poco algunas veces, pero llegaba a destino. Enrique era mayor, sabría cómo llegar a su destino.
La última vez que se separó de él lo encontró luego de cinco horas. Habían ido a la casa del pueblo en la avenida Alfonso Ugarte, recibieron víveres y juguetes para cada hermano y como ella estaba únicamente con él, le pidió que se quede en la fila mientras iba a casa y retornaba para que reciban los últimos regalos que faltaban. Lo amaestró tantas veces como pudo, lo encargó en la fila a la extraña señora que estaba delante de ellos. Cruzó la avenida, subió al bus verde petróleo de la ruta 42 a Tahuantinsuyo y se perdió en el horizonte en pocos minutos.
Él se desesperó muy rápido, empezó a transpirar pensando que su madre demoraba demasiado. Miraba constantemente al paradero para divisar el retorno de su madre, pero ella no aparecía. Luego de una hora de espera y sin avanzar en la fila del local aprista, no pudo más y decidió retornar a casa. Pensó que su madre ya no tenía pasaje para ir por él y no tuvo mejor idea que volver a casa, sin pasaje, caminando.
No sabía hablar en público, siempre arruinaba las conversaciones. En una ocasión, mientras caminaba, fue a preguntarle a un transeúnte dónde estaba.
-          Ey, tío, ¿Cómo se llama esta calle, ah?
-           ¿Tío? ¿Tengo cara de ser tu familia, mocoso de mierda?
-          ¡perdón señor!
-          ¿Señor? ¿tengo cara de ser Dios? El señor está en el cielo, no te pases de pendejo conmigo.
-          Lo siento.
-          Ya sape, sape, mocoso del demonio.
Después de eso no quiso preguntar más. Prefería caminar, aunque eso significaba perder el tiempo.
Al salir de la fila, no lo pensó más, caminaría hasta casa, sin saber a qué distancia estaba o cuántas horas le tomaría ir hasta Víctor Raúl Haya de La Torre. Sólo empezó a caminar. Avanzó por toda la avenida Alfonso Ugarte, pasó por el Hospital Loayza, luego el Museo de Cultura, rodeo la plaza Dos de Mayo, llegó hasta la plaza Ramón Castilla, el coliseo del Puente del Ejército, el mercado Caquetá y el fuerte Rímac, hoy Hoyos Rubio. Empezó a oscurecer y el miedo lo invadió de inmediato. Observaba a las personas y sentía que lo miraban de manera extraña. Su cuerpo estaba bañado en sudor, su polo manga corta traslucía el cuerpo delgado y cobrizo del niño asustado por sentirse extraviado. Espero unos minutos cerca al fuerte y cuando pasó la línea 42, observó bien por dónde iba para seguir la ruta cual explorador que olfateaba el sendero por donde transitar.
Corrió varias cuadras, descansó un poco, siguió corriendo, reconoció las paredes externas de la Universidad de Ingeniería, llegó hasta la puerta 5, reconoció la entrada que llevaba hasta la casa de su tía Bertha y la mamá Paulina. Descansó un rato, tomó airé y siguió corriendo.
Sus recuerdos lo llevaron por un instante a esas tardes felices cuando cuidaba las ovejas de la mamá Paulina en los pastizales que abundaban en esa zona. Recordó aquella vez cuando una oveja se separó del rebaño y él, desesperado salió a arrearla toda la tarde. Cuando caía el sol y optó por volver a casa llevando a las otras ovejas, la traviesa fugitiva retornó sola al redil. Al final de esa pared que cercaba los linderos de la universidad terminaron sus recuerdos de eventual pastor improvisado.
Cuando divisó el barrio del Ermitaño, recordó que por ahí vivía la familia de su tía Charo. Maribel, Pipo, alguien podría verlo y pasarle la voz. Imaginó tantas cosas que no reparó en que un orate lo perseguía hacía varias cuadras. Cansado, empezó a caminar para recuperar un poco de aire. El loco que lo perseguía le dio alcance, lo tomó del hombro y le gritó tan fuerte a la oreja que él también gritó horrorizado. El olor nauseabundo que ingresó por sus fosas nasales terminó confundiéndose con el pánico que le causó el grito. Cerró los ojos y corrió hasta donde sus piernas le dieron fuerzas, tropezó y cayó bruscamente al pavimento, se levantó sin tiempo para sacudirse el polvo y la vergüenza, siguió corriendo y corriendo para detenerse sólo cuando dejó de sentir el olor a basura en sus espaldas. Ya estaba en la farmacia Independencia. Ya faltaba poco.
Andrea llegó a su destino, dejó los víveres y regalos obtenidos hacía unas horas, salió con la misma prisa con que llegó. Abordó el primer bus que encontró y luego de casi dos horas llegó al local donde dejó a Enrique. Ya no estaba. Pensó que ya estaba dentro del recinto. Lo buscó unos minutos, preguntó a cuanto conocido vio por el lugar. Encontró a la extraña señora en quien confió el lugar para su hijo.
-          Salió de la fila y salió corriendo por allá
-          ¿Cómo que salió corriendo? Mi hijo no tenía pasaje, nunca ha viajado solo.
-          Mire señora, usted lo dejó ahí. Yo no lo iba a agarrar. Él se largó sin decir nada.
-          Muchacho de mierda. Que lo encuentre y le rajo hasta el alma por no hacerme caso.
Ella estaba tranquila. No tenía esa angustia instintiva que afloraba cuando había problemas. No sintió ese vacío en el vientre como cuando José Raúl fue atropellado, no sintió ese revoltijo intestinal como cuando Robaron su casa y se llevaron todos los productos de la tiendecita que los sostenía. Esta vez había algo que la calmaba. Entonces, cruzó nuevamente la pista, subió a la línea 42 y retornó a la invasión.
Las luces de la noche envolvieron a Enrique que ya no quería correr. Caminó medio perdido entre sus fantasías, pensando que alguien podría reconocerlo y acompañarlo a casa. Iba pensando en ese elefante amarillo con traje azul que lo acompañó hasta los cinco años y que se perdió entre las turbulentas aguas del río Apurímac. Era el único recuerdo de un juguete entregado por su padre que le quedaba y lo fue borrando mientras caminaba a casa.
El olor a petróleo y kerosene lo volvió a la realidad nuevamente. Ya estaba en el paradero Túpac Amaru. El grifo más conocido de entonces, el mismo que abasteció por años a los angustiados vecinos que amanecían haciendo colas para conseguir unos litros de kerosene. La cabeza gacha no fue impedimento para reconocer el lugar. Levantó el rostro y divisó el enorme letrero de Inka Kola que marcaba un nuevo paradero en la enorme avenida Túpac Amaru. Ya estaba cerca. Conocía el resto del camino. Avanzó hacia la derecha, hasta el parque Las Leyendas, giró a la izquierda, por la avenida Indoamérica, hasta cruzar la avenida Chinchaysuyo. Miró a la derecha y a tres cuadras ya podía ver el grifo El Chasqui. Podía llegar a él hasta con los ojos vendados. LO conocía mejor que al campo de futbol que estaba a espaldas de él. Las noches de colas inmensas e interminables, las mantas y cartones que lo abrigaron en esas madrugadas de colas no fueron en vano. Sabía exactamente cuántos pasos había hacia cada uno de sus lados, cuántos pasos hacia el campo de futbol, hacia la posta médica en donde casi le amputan una pierna, hacia su casa.
Cruzó la avenida Chinchaysuyo y caminó una cuadra más, esta vez con poca iluminación, estaba cerca de la invasión, cerca de la oscuridad. Bajó por las escaleras improvisadas que había para ingresar a ese inmenso hoyo, otrora fábrica de ladrillos calcáreos, pertenecientes a la familia Payet.  La depresión era notoria entre las ocho cuadras de viviendas que estaban hacia la margen izquierda de la avenida Chinchaysuyo y 10 metros de profundidad en que se encontraba la urbanización Víctor Raúl Haya de la Torre, la invasión, así la conocían todos, la inva.  Caminó hacia el sector towsend Escurra, miró su casa, había una luz tenue que salía del interior, sonrió como pocas veces, luego de cinco horas de caminata, había llegado.
Tocó la puerta de calamina que protegía su casa, esta se abrió con una lentitud traumática, tan traumática como la cachetada que recibió Enrique por no obedecer a su madre.
Para mil novecientos ochenta y ocho ya habían pasado varios años desde aquel incidente. Él ya había crecido; por eso, Andrea decidió aventurarlo a viajar solo para ahorrar algo de pasaje.
Caminó hasta el paradero de la Cincuenta y esperó alguna unidad que lo llevara hasta Acho y luego abordar otra unidad para llegar a casa de su madre. Mientras esperaba, iba recordando esos viajes y extravíos que tuvo en su niñez. Vio un bus azul con líneas rojas muy muy parecido a la línea 94 que iba hasta San Juan de Lurigancho. Pensó que lo llevaría directo, que se ahorraría unos cuantos intis. Subió y sentó hasta quedarse profundamente dormido. Los gritos del cobrador anunciando la llegada a la plaza Dos de Mayo. Se puso de pie, saltó entre las personas, bajó apresurado y sólo atinó a identificar el número de ruta de la unidad. Era la Línea 55. Se había perdido, en el centro de Lima, entre miles de extraños, con una bolsa de limones, sin dinero, sin ideas. Se sentó a llorar.

lunes, 26 de agosto de 2019

EL VIAJE DE MAGDALENA


Cuando Magdalena Guillén Rojas despertó, estaba sentada en la falda del cerro principal de Villa Virgen, con el cabello desordenado, sedienta, con los labios secos y agrietados por el alcohol que había consumido días atrás.
Estaba aturdida por el esfuerzo del parto que tuvo la noche anterior. La sangre que perdió la dejó débil y no terminaba de entender cómo había llegado hasta ese lugar. Observó bien el horizonte, divisó los caminos que iban y venían frente a ella y empezó a avanzar con los primeros rayos del sol. Optó por seguir su instinto de supervivencia y caminó rumbo hacia la colina. El camino que tomó no lo había visto antes, le resultaba extraño que esté ahí, caminar ya era extraño esa mañana para ella.
Mientras avanzaba, salieron al frente dos enormes perros negros y se asustó tanto que prefirió trepar a uno de los árboles de naranjos que encontró. Pensó que eran los perros de don Patuco, uno de los vecinos que colindaba con sus tierras y que acostumbraba soltar a sus enormes canes para cuidar los frutos de su propiedad. Magdalena logró romper una de las ramas del naranjo, arrancó algunos frutos verdes de naranja y empezó a lanzarlos hasta que los animales se cansaron de ladrar y se quedaron recostados entre las hierbas, cerca de ella.
Al bajar, apoyada por la rama que había arrancado, buscó algunas piedras y las colocó en su lliclla. No avanzó ni dos metros cuando los perros se levantaron y empezaron a ladrar si cesar. El ruido ensordecedor y estresante perturbaba tanto como el enigma del camino extraño por el que estaba yendo ella. Magdalena lanzó algunas de las naranjas que le quedaban, pero los perros se enfurecieron más. Quería llorar de impotencia. No podía retroceder por los perros, pero tampoco avanzaba mucho porque la rodeaban y acorralaban con ladridos y salivando con tal intensidad que sólo quedaba esperar lo peor.
Mientras sufría con los posibles desenlaces que provocarían esos perros, cayó en la cuenta que ese árbol de naranjo era atípico para la época y para la zona. Era raro ver un naranjo en Villa Virgen por esos días, era más raro ver sus frutos tan grandes, coloridos y jugosos. Tan extraño fue el evento como el que tuvo algunos días atrás al encontrar un cesto lleno de huevos rosados de algún ave de corral. Difícilmente, alguien abandonaría un cesto así, peor aún, al pie de un camino que era transitado diariamente por decenas de colonos y nativos del valle.
Los perros le dieron tregua y pudo avanzar a prisa, sin voltear, casi sin respirar, a pie ligero y transpirando con tanta intensidad que sentía como los chorros de agua atravesaban su espinazo hasta mojar sus polleras y enaguas. A esas alturas del día ya todo estaba claro y el camino se hacía cada vez más angosto. La hierba mala se tupía más y le iba cerrando el paso en cada metro que avanzaba. Los perros la seguían algunos metros atrás, sin ladrarle, sin apretarle el paso, sólo la seguían.
Cuando levantó la vista se topó con una casita hermosa al final de ese sendero. Era pequeña, pero de apariencia agradable y relajante. Tenía un techito a dos aguas hecho con hojas de palmera verde que aún se podía oler a verde de hierba. Las caídas a ambos lados se prolongaba unos centímetros y al pasar por los cantos de la casa la cabeza de las personas rozaba las hojas de palmera, como acariciando el cabello, como aquietando los ánimos. La puerta era de madera, cedro en los marcos, fibra de chonta para amarrar cual bisagras, una tabla horizontal en la parte baja de la puerta para frenar el paso de algún intruso.
Magdalena estaba intrigada. Esa casa no la había observado antes. Entonces, decidió tocar la puerta y averiguar quién vivía ahí. No terminó de pensarlo y la puerta se abrió lentamente dejando traslucir la silueta de un anciano en el interior. Ella quiso preguntarle su nombre, pero el anciano avanzó hasta salir ligeramente de la casa, levantó su bastón de madera elaborado con alguna rama de chonta seca, tan resistente que, al caerle en la cabeza a ella, le dolió tanto como el día anterior que parió a Demes.
-          ¡Qué haces acá mujer! Regresa a tu casa. Porqué has dejado solos a tus hijos.
-          Estoy cansada, he caminado mucho y vengo escapando de esos perros que ves allá, por los árboles.
-          Entonces, toma un poco de agua, descansa aquí afuera y luego retorna a tu casa.
-          Déjame descansar aquí. Ya no tengo fuerzas para continuar.
-          Ya descansaste lo suficiente. Ahora regresa.
-          ¿Y cómo escapo de esos perros?
-          Son míos, no te harán nada. Te seguirán hasta el camino donde te encontraron y luego irás sola.
Ella entendió que el anciano no la dejaría quedarse un rato más. Tomó un poco más de agua, mojó su cabeza y sus enormes trenzas, refrescó su rostro y enrumbó en sentido contrario. Era como si el cansancio le hubiese dado una tregua en la casa del anciano. Apenas había avanzado unos metros cuando sintió que las piernas le dolían, el sol secó el agua de su cabeza y rostro, calentó aún más su cuerpo, el bochorno era insoportable a esa hora del día. Caminaba casi por inercia, observando como los perros la acompañaban a cada lado del camino y a unos metros atrás, como sabiendo que en cualquier momento se desmayaba y podrían ir por ella. Magdalena no les daría el gusto a esos animales.
Al llegar al punto en que fue atacaba por los canes, estos sólo se perdieron en el monte, entre las plantas y sin soltar un ladrido. Magdalena no pudo más. Buscó una roca para sentarse, la ubicó y caminó hacia ella. La enorme roca estaba al pie del río Sinquivine, a la sombra de un frondoso cedro. Se sentó, acomodó sus polleras, estiró las piernas, colocó las manos hacia atrás, como haciendo palanca para soltar un poco el cuerpo hacia atrás, cerró los ojos y empezó a recordar todo.
La noche anterior, luego del parto, se levantó para orinar y fue al patio trasero de su casa. Al sentarse y levantar las polleras para miccionar, notó que el camino que salía de su casa en dirección a su hija Andrea tenía una bifurcación hacía la izquierda y en dirección a la colina de Villa Virgen. Mientras recordaba, la brisa de la media mañana refrescaba su rostro de forma tal que sintió que estaban acariciando su rostro. Algo la golpeó que abrió los ojos de manera brusca.
Río abajo se realizaba un velorio. La gente estaba reunida en casa de don Alejandro Palomino. Se podían escuchar los lamentos y llanto de algunas personas alrededor del cadáver. Había tantas personas que aun estando lejos, Magdalena podía divisar el tumulto.
De pronto, todo se nubló para ella, sintió desmayarse y asustada se apoyó en la roca. Sus labios quedaron nuevamente secos, le ardían los ojos y la garganta.
-          ¡Agua, agua! ¡quiero agua! Empezó a gritar casi desfallecida y tendida en la roca.
Al sentarse nuevamente, apareció sobre la mesa del velatorio, rodeada de velas y flores del monte. Las personas observaban, unas atónitas y otras estupefactas por el suceso salieron corriendo del lugar.
-          ¡Agua, agua! Volvió a gritar casi sin voz.
Alejandro pensó que era cosa del demonio, tomó el látigo y lanzó algunos azotes sobre el cuerpo de Magdalena. Agripina y Andrea sujetaron el brazo del patriarca para que no dañara más a su madre. Donato y Zenobio, presa del pánico, retrocedieron sin entender qué estaba ocurriendo.
Magdalena Guillén Rojas había vuelto luego de estar ausente 12 horas fuera de su cuerpo. Los ojos de los colonos no terminaban de entender lo que veían. Uno de ellos acusó a la mujer de brujería. Cuando se animó a acercarse a ella para lanzarle agua ardiente con la boca para limpiarla de los males que la envolvían, dos enormes perros le salieron al frente para ladrarle con tanta furia que no tuvo más remedio que quedarse estático en su lugar.
Ella había vuelto, con los dos enormes perros negros que le obsequió el anciano que conoció en el camino que nunca recorrió hacia la casa que nunca visitó porque su cuerpo siempre estuvo ahí, en casa, luego del parto, inerte por más de 12 horas.

LOS AMIGOS

Por ese entonces aún no conocía a quienes serían sus amigos de la adolescencia y gran parte de su juventud: Koki, Edgar y Chachi. De ...